La estatua de Anubis lucía en la penumbra. Sus ojos ciegos se regodeaban en la oscuridad desde hacía siglos incontables, y el polvo de las edades había puesto una pátina de tiempo inmemorial sobre la frente de piedra de la estatua. La humedad de la galería había ido lacerando con el paso de ese tiempo sus facciones caninas, pero los labios de piedra de su imagen seguían manteniendo aquel rictus críptico, extrañamente burlón, o acaso simplemente alegre. Más bien parecía que el ídolo estuviese vivo; como si hubiera visto deslizarse los siglos tranquilamente, y con ellos la gloria de Egipto y sus dioses antiguos. De ahí, probablemente, la razón de su sonrisa un tanto burlona, pues no en vano fueron sus tiempos de pompa y vanidades, de esplendores ya perdidos. Pero la estatua de Anubis, el que abre el camino, el dios con la cabeza de un chacal, el dios de Karneter, no estaba viva, y quienes se habían prosternado ante ella para rendirle pleitesía llevaban mucho tiempo muertos… La muerte, sí, estaba por doquier; impregnaba con su hálito el túnel sombrío donde se alzaba el ídolo guardián de la cámara de los sarcófagos de las momias sobre aquel piso polvoriento. La muerte y la oscuridad lo dominaban todo; una oscuridad jamás herida por la luz durante tres mil años.