Los Micros de Cthulhu

Emitió un alarido exasperado y cerró los ojos con fuerza, sujetándose las sienes con manos encallecidas. El fervoroso deseo que sentía por ver su obra culminada sucumbió finalmente ante la agonía de la carne. Su mente, músculos y entrañas, todo su cuerpo aullaba exigiendo sustento. Ya no recordaba la última vez que se alimentara, semanas o meses atrás. Su figura esquelética y nervuda ascendió el túnel a oscuras y atravesó la carcomida y decrépita casucha, revolviendo entre los despojos añejos de una vida largo tiempo olvidada. Llegado entre penumbras a lo que antaño fueran las cocinas, dio con una sombra huidiza, amparada por el inmundo lecho de huesos enmohecidos y carroña que todo lo cubría. Con un gesto rápido apresó a la miserable alimaña y la aplastó entre sus dedos hasta oírla morir. Volvió al mugriento sótano masticando aquel correoso y astillado amasijo, sorbiendo la sangre que corría por sus labios agrietados. Se encorvó y atravesó la pequeña abertura en la roca, descubierta tras un falso muro hacía ya tanto que no alcanzaba a recordar.

Y ansioso descendió por el angosto túnel, de vuelta ante La Piedra.

La muchacha se había despertado. Gemía y gemía, y en la cadencia de sus gemidos reconoció el rezo de su credo. Absurdas proclamas en alabanza a un dios también absurdo. Aquél que de existir sería sin duda tan sordo como mudo.

Más su fe le recordó a él mismo en tiempos olvidados. Tan fervoroso como ella, oficiaba convencido vacuas liturgias arrodillado ante un falso ídolo, pastor ciego de un rebaño más ciego aún, al que con apócrifas palabras condenaba a un abismo de negrura y olvido. Y rememoró aquellos años, cuando por capricho del destino descubrió la obertura, tras el desmenuzado muro de barro cocido. Y el adentrarse en aquel foso oscuro y tortuoso para sentir por vez primera el influjo de La Piedra.

Recogió la daga y prosiguió su labor con ahínco y fuerzas renovadas, grabando en la carne el dictamen de La Piedra. El cuerpo maltrecho y convulso de la muchacha se retorcía sobre aquel altar de piedra palpitante y contorno sinuoso, sangrando por incontables cortes de exquisito trazo. Y éste ansioso bebía cada gota, víctima de una sed imposible de saciar. Bebería por milenios, cada gota que su siervo tuviera a bien ofrecerle, mientras trazaba en la carne perecedera de los elegidos la Canción de las Estrellas. Y una vez aquella vida fuera arrebatada, vendría a él el Emisario, que consumiría con el fuego de su llegada la ofrenda mortal, y reclamaría como tantas otras veces hiciera, a aquella alma afortunada, en nombre del único Dios verdadero.

Y él , congratulado y afanoso en su tarea, siervo eterno de La Piedra, seguiría mostrando el camino a las almas que vagaban ciegas e ignorantes, sin guía ni rumbo. Y al pensar en todas ellas las odió y envidió con pasión, sabedor de las maravillas que les deparaba la danzante e inconcebible corte de Azathoth.