Dicen que las estrellas son las luces, los faros que nos guían en la oscuridad.
Desde tiempos inmemoriales el hombre ha levantado la vista al cielo nocturno y ha encontrado la paz en aquellos astros tan distantes y ominosos. Yo, sinceramente siento pavura cuando los veo.
Aquellos ojos infinitos observandome desde los más oscuros y distantes intersticios del cosmos. Viendo mi alma en cada noche.
Aquellas estrellas, titilantes e impolutas, me aterran. No tengo verguenza en decirlo. Simplemente me aterran.
No es su luz, que todos concideran celestina, como si del aura de los mismos dioses se tratara. Esa luz que me resulta enfermiza y brumosa, colandose por todo el firmamento sin aplacar la oscuridad. Luz que no alumbra. Luz que oscurece.
Tampoco es su dispocisión en la boveda celeste, constelando murales en la opacidad nocturna con niveas siluetas. Figuras colosales que la imaginación del hombre dotó de un sentido y belleza que en nada a mi se me representa. ¿O acaso habrán sido trazadas las constelaciones por algún alma misericordiosa para que no veamos las verdaderas formas que aquellos astros desean mostrar?
Lo que me aprisiona el corazón y me obliga a esconderme cada vez que aquellas burlonas sin rostro hacen su sardonica entrada en los cielos es algo que nadie entendería. Algo que no puede entenderse, ya que no estamos los humanos preparados para entenderlo. Es, sencillamente... la locura. La locura que se esconde detrás de ellas, entre sus espacios y posterior a su luz.
La locura que tiene un nombre... AZATHOTH.