Despertados Revisado

Boca pastosa. Dolor de cabeza. Ashton abre un ojo y ve que un halo de luz se cuela entre las franjas verticales de tela que hacen las veces de persiana. Persiana que no reconoce. Tela que no reconoce. Habitación que no reconoce. Se yergue ayudado de las palmas sobre el colchón y aparentemente el movimiento es demasiado brusco para su cabeza. Cierra los párpados con fuerza, intentando anteponer esa sensación al dolor en su cráneo. La habitación huele a rancio. A “viejo” lo llaman algunos. Está claro que las telas y la alfombra llevan tiempo acumulando polvo sin que nadie les preste atención.

Es una habitación sencilla. Poco mobiliario de mala calidad y una tele a monedas, con la pantalla resquebrajada en una esquina. Gira sobre sí mismo y queda sentado sobre la cama. Se palpa la ropa. Se palpa los laterales del cuerpo, no parece que le hayan extirpado los riñones. Se lee cada cosa... Lleva el mismo traje que la noche anterior, hasta donde recuerda. Pantalón y camisa. La chaqueta está dejada caer, sin poca puntería, se ha deslizado hasta el suelo, sobre una silla. Los zapatos forman un ángulo obtuso, uno de pie y otro de lado, sobre una moqueta que pudo ser gris, o verde. Los cordones todavía atados. Se los debe haber quitado haciendo fuerza con cada pie contra la parte alta del talón opuesto.

Ashton está de resaca. Y en una habitación desconocida. Se pone la chaqueta y enseguida nota el peso de los objetos dentro de los bolsillos. Un de los objetos es su cartera. Todo dentro. Todo en orden. Otro de los objetos es su móvil. Funciona, pero muestra que está sin cobertura. El tercero, metálico y redondo, lo sopesa y acaricia entre sus dedos. Tres años. Hasta ayer.

Frunce el ceño en un gesto de desagrado y de malestar, y lo aprovecha como si le diera impulso para ponerse a pensar, a recordar. Ayer viajaba por el desierto de Texas y paró a tomar algo en un bar de carretera. Ayer era un día especial. Solo recuerda la cara borrosa de aquel hombre, con gafas, preguntándole si era de por allí. Él educadamente respondió que no. Y el hombre le preguntó si le haría un favor. Ahí acaba su recuerdo.

El polvo en suspensión en el ambiente le reseca la garganta y le hace toser. Mira de nuevo a la ventana. La luminosidad que entra parece muy intensa. Separa dos de las bandas con sus dedos y atisba a ver el resto del edificio en el que se halla. Un motel de carretera en forma de “u”. Entre los ramales de las habitaciones un patio torpemente convertido en aparcamiento por medio de algunos petachos desordenados de cemento. Y cerca del ramal opuesto un coche. Un Ford Torino naranja.

El gruñido en su estómago le indica que es el momento de salir de allí. Se coloca sus zapatos, y se alisa casi artesanalmente el pelo mirándose en un pequeño espejo junto a la puerta. Toma el picaporte y lo gira.